lunes, 18 de febrero de 2013

Prosa vomitiva.


Cada piedra representa algo diferente, un peso distinto. En conjunto le golpean la cabeza tan fuerte que, de a poco, se esfuma cada uno de sus sentidos. Menos uno. Reconoce con los dedos la forma irregular y dura de la piedra, casi puede oler el musgo atascado en ella, casi puede sentir su áspero y amargo sabor, casi que atisba su color con el rabillo del ojo, casi que escucha el tronar cuando choca con otra.

Pero no. Tan sólo el tacto permanece intacto mientras siente algo frío descender por un lado de su rostro. Lo sorbe, pero no entiende a qué sabe. Si es que sabe.

 Puede notar cómo el vestido le choca los muslos, cómo le gustaría oler el perfume que esa mañana se había impregnado en su piel al revolcarse por el pasto.

 Colores, colores. ¿Qué son los colores? Ya no puede vislumbrarlos en su mente, ya no, claro que no puede, si nunca los vio. ¿O sí? ¡No! Claro que los vio, si ella sabe que su favorito es el amarillo, como el limón, tan agrio y rico. Pero no. ¿Agrio? ¿Qué significa esa palabra? ¡Ah, sabor! Claro, limón, su helado favorito, con ese aroma levemente dulzón que revolotea por sus fosas nasales y bailotea detrás de sus córneas vacías al compás de un violín desafinado.

 Cierra los ojos. Sí que puede notar eso. Intenta verse en la escena anterior, ella, limón entre manos. Se lleva una mitad hacia la nariz y tímidamente aspira, mientras que la otra mitad va a parar a su boca, y saborea la amargura tan placentera y tan propia de ella.

Abre los ojos. Esa imagen no existe, puesto que no es capaz de imaginar nada más que el contorno de la piedra que sostiene sobre su nariz.

Y la suelta.

La piedra cae, ella sólo siente como escapa de sus dedos desnudos.

Ella sólo puede escuchar el silencio que produce al golpear sordamente el azulejo amarillo limón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Exprimí aquel putrido cerebro tuyo para que revolotee hasta acá tu vasta opinión